Creo en la felicidad, en esa felicidad tan real que puedes abrazarla, en esa que te hace doler el estómago y te seda los ojos. Creo en esa felicidad, en la que se mantiene siempre en el rostro, en esa que se defiende cuando la miran con malos ojos. Creo en la felicidad compartida y solitaria, creo en la felicidad esculpida y espontánea, pero por sobre todo, creo en la felicidad que aguanta, esa que con la frente en alto te mira a tu altura y no la derriba nada. En esa tan real que puedes abrazarla, en esa que no se desmorona con nada.
También creo en las grandes penas, en esas que te envuelven en un traje escarlata y te encierran como condena. Creo en esas que te hieren las piernas, que no te dejan mirar hacia al lado, no, siempre hacia abajo. Creo en esas penas profundas que te dejan marcas, en esas que te derrumban y te vuelven nada. En esas oscuras y sucias penas que te quitan la vida entera y también creo en esas penas espontáneas, esas que llegan sin previo aviso, solo llegan, te empujan y se marchan.
Pero no creo en esas penas y felicidades falsas. No creo en esos ojos forzados a estar caídos, no creo en las lágrimas secas ni en las risas mal hechas. No creo en las filosofías de la gente que se desarman cuando les gritan fuerte, tampoco creo en sus palabras, ni en su teoría, solo contemplo los dientes. Son falsos mesías, falsos saberes, son imitaciones y correcciones, son verdades falsas que inventa la gente, que se inventan para saberse en armonía.
Creo en la felicidad, esa que aguanta, la que lucha y que no se desmorona con nada. También creo en esas penas que te condenan, esas que te quitan la vida entera, las que te condenan. Pero no creo en esas penas y felicidades forzadas, no creo en las lágrimas secas ni en las risas mal hechas.
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